Los sentidos

El sentido del tacto. Como si fuera la primera vez...

Cuando pensamos en el sentido del tacto nos imaginamos a nosotros mismos tocando algo con nuestras manos, quizá rozándolo de forma sutil con la yema de los dedos. Pero cuando hablamos de cocina sensorial tenemos que ir más allá del hecho de tocar los alimentos con las manos. Algunas normas culinarias permiten coger los alimentos con los dedos antes de llevárnoslos a la boca, por ejemplo espárragos, marisco, canapés, pequeños pasteles, dulces navideños o productos de otras cocinas internacionales, como el cuscús en la árabe, los tacos en la mexicana, la hamburguesa en la estadounidense, etc . En este gesto inicial percibimos características como la temperatura o la textura del alimento. Pero no todo se puede o se debe coger con la mano, por lo que vamos a localizar nuestro sensor del tacto en el paladar, en la lengua, en los dientes (si, nuestra dentadura también percibe estas sensaciones), en los labios, en definitiva, en  las zonas sensibles de nuestra boca. 
El sentido del tacto en la boca está mucho más desarrollado que el de los dedos de la mano. Como curiosidad podemos recordar que de pequeños nos llevamos todo a la boca para conocer y descubrir en profundidad lo que no podemos terminar de definir con nuestras manos. Los bebés se llevan a la boca la arena de la playa, los palitos de las ramas de los árboles, las piedras del parque,... No distinguen entre lo que es comestible o no, porque todo, absolutamente todo, tiene que pasar por la boca para comenzar a tener sentido. La intención no es encontrar el sabor del objeto, sino la forma y la textura. Para volver a sentir el tacto en la boca deberíamos volver a sentir como lo hacen los niños. Parece que existe algún tipo de tabú según el cual probar las cosas con la boca está mal visto o prohibido. Se me ocurre una similitud como ejemplo de predisposición en el momento de probar una comida. No hay nada más sensorial que recorrer con la lengua el cuerpo de la persona a la que amas. Enfrentarse a la cata de un plato, concentrándose solo en el sentido del tacto (olvidemos ahora todos los demás), debería hacerse con la misma predisposición que ponemos al probar el cuerpo del otro, con la misma curiosidad y deseo que el bebé del que hablábamos se lleva la arena a la boca, pero siempre como si fuera la primera vez.

Lo primero que percibimos al introducir un alimento en la boca es la temperatura. Si el bocado está

muy caliente y nos quemamos seremos incapaces de percibir nada más. Por lo tanto, la temperatura del alimento antes de servirlo al comensal es un factor muy importante a tener en cuenta.
El paladar humano no soporta una franja muy amplia de temperatura y en líneas generales detecta sólo umbrales de muy frío, frío, templado, caliente o muy caliente. El paladar humano sólo es capaz de soportar una franja muy estrecha de temperatura, por ello, todo lo que supere los umbrales de los -20º y de los 50º ,aproximadamente, no debe plantearse en la cocina, aunque el umbral de sensibilidad es diferente en cada persona. Como ejemplo, un helado recién sacado del congelador está a -20 grados y un plato de sopa servido de una olla en ebullición está a más de 50 grados. Personalmente no me gusta ningún alimento que se encuentre en esos dos extremos de temperatura. Ya he comentado en alguna entrada que no me gustan los helados porque están.... fríos!!!!!!. Tampoco me gustan los platos de cuchara que deben tomarse muy calientes, como por ejemplo las legumbres. Y tampoco soporto la fruta fría recién sacada del frigorífico. Parece que tengo la franja de temperatura de los alimentos en mi  boca muy reducida.

Un resultado sorprendente para el comensal es la combinación de distintas temperaturas en un mismo plato, lo que propicia que se perciban diferentes sensaciones a la vez, y puede responder a los diversos objetivos que persiga el cocinero. En ocasiones, éste pretenderá que la combinación de elementos fríos y calientes trasmitan la sensación de temperatura templada, en otras, una elaboración con temperaturas variadas tendrá por finalidad que se aprecien contrastes más intensos entre los alimentos seleccionados para formar parte del plato. Quien no ha probado alguna vez la combinación de tarta de manzana, tarta Tatín o brownie caliente con helado. O la mezcla de temperaturas y texturas en una ensalada templada (con algún alimento en caliente sobre una cama de lechugas frescas).
La temperatura es tanto o más importante que otros factores a la hora de servir un plato. Hay que encontrar la medida justa pensando en la temperatura que debe tener el plato o en el efecto que queramos conseguir con ella. Es tan fácil estropear un plato caliente sirviéndolo frío como uno frío sirviéndolo caliente.

Una vez que tenemos el alimento en la boca la sensación táctil que se percibe después de apreciar la temperatura del mismo es la textura. Después de comprobar que la temperatura es la adecuada (también influye la temperatura que, en principio, esperas que tenga el plato, nadie se espera tomar un gazpacho caliente) probáremos la textura del mismo. No debemos confundir en esta fase la textura aparente del alimento cocinado, lo que el ojo percibe a simple vista, con la textura de este en la boca. Olvidémonos del resto de los sentidos para disfrutar del tacto como si fuera la primera vez que nos llevamos algo a la boca. 
Las texturas diferentes se pueden conseguir transformando el alimento original o combinándolo con
otros. Se me ocurren diferentes texturas capaces de sorprender nuestro sentido del tacto: gelatinosas (moluscos), harinosas (polvorón), terrosas (galletas, arroces secos,...), crujientes (quesos gratinados, tejas,...), pastosas (quesos cremosos), "chiclosas" (una base de pizza mal hecha), y muchas más que podríamos descubrir preguntando a los niños, que son expertos en texturas cuando se trata de no comer un determinado alimento. 


Es importante buscar en la elaboración de cada plato la combinación de varias texturas (sin pasarse tampoco mezclando demasiadas) para provocar un resultado maravilloso en nuestro paladar. Es la explosión del sentido del tacto en la boca. 

El olfato…
El olfato es el más antiguo de los cinco sentidos del hombre. Además es el que más memoria tiene. Somos capaces de recordar olores que alguna vez llegaron a nuestra nariz hace muchos años. Todos tenemos recuerdos sensoriales olfativos de las exquisitas recetas de cocina de nuestras abuelas, o del jabón que nuestras madres colocaban entre la ropa de los cajones, o el perfume que llevaba tu pareja en la primera cita… Recuerdos que permanecen y nos acompañan en silencio a lo largo del tiempo.

Dicen que las mujeres tenemos mejor olfato que los hombres. Ahora parece que esta afirmación es, además de un tópico, cierta. Así lo demuestra el primer estudio realizado en Europa sobre la capacidad olfativa de la población general. De él se desprende que las mujeres, sea cual sea su edad, son el segmento que obtiene mejores resultados en las tres variables que se han analizado: detección e identificación de olores y memoria olfativa. El resultado del estudio concluye que las mujeres huelen mejor (han desarrollado mejor su sentido del olfato) por razones de anatomía y raíz genética. Incluso en el mundo animal las hembras huelen mejor para poder cuidar de sus crías, además de utilizar este sentido como mecanismo de defensa.
El estudio, denominado Olfacat, también revela que el olfato es un sentido que se pierde con la edad. Así entre el 0,5% y el 1% de la población ha perdido totalmente el sentido del olfato (anosmia) y el 17% lo ha perdido en parte (hiposmia). Son porcentajes que parecen pequeños, pero traducidos al total de la población, representan a muchas personas. Hay que tener en cuenta que el 17% de los 43 millones de españoles son siete millones.
Para estas personas el no tener un buen olfato no es vital, como si lo es para los animales -oliendo detectan alimentos en mal estado o la presencia de otro animal depredador-, pero sí que puede llegar a influir en su vida diaria. En los humanos el olfato tiene una importancia más lúdica que en los animales. Para nosotros el sentido del olfato resulta básico en el desarrollo de la vida afectiva y emocional. Está, por ejemplo, muy ligado al centro de la memoria o a la elección de pareja. Dicen que el olfato juega un papel muy importante en esta selección porque el olor del otro debe de ser más o menos afín al nuestro. ¿Te has parado a pensar alguna vez en cómo huele tu pareja?.
Las consecuencias del olfato en la vida afectiva pueden llegar a tal nivel como que, por ejemplo, se dé la situación de que un hombre daría cualquier cosa por sentir el olor de su hijo, o el de pacientes que adelgazan porque, al no oler, aborrecen la comida. (Y yo me pregunto…, ¿los que disfrutamos tanto con la comida será porque tenemos muy desarrollado el sentido del olfato?.)

Las razones por las que se pierde el olfato son varias, pero las más frecuentes son golpes que afectan a la cabeza -y que afectan a las conexiones del bulbo olfatorio, que se encuentra bajo el lóbulo frontal-, infecciones respiratorias como los resfriados -que pueden destruir la mucosa olfatoria-, y enfermedades neurodegenerativas. Según los expertos si la causa es una inflamación, es posible recuperar el olfato con un tratamiento de corticoides. La explicación de que el olfato se pierda con la edad no es otra que la casi segura acumulación de las causas citadas, además del desgaste del sistema nervioso, que también afecta a la vista o a los reflejos. ¡Madre mía, con la de veces que nos resfriamos al año!.

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